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  • Felipe Benítez Reyes (España) / ¿Qué podrán las palabras?

    El símbolo de toda nuestra vida

    Hay noches que debieran ser la vida.
    Intensas largas noches irreales
    con el sabor amargo de lo efímero
    y el sabor venenoso del pecado
    -como si fuésemos más jóvenes
    y aún nos fuese dado malgastar
    virtud, dinero y tiempo impunemente.

    Debieran ser la vida,
    el símbolo de toda nuestra vida,
    la memoria dorada de la juventud.
    Y, como el despertar repentino de una vieja pasión,
    que volviesen de nuevo aquellas noches
    para herirnos de envidia
    de todo cuanto fuimos y vivimos
    y aún a veces nos tienta
    con su procacidad.
    Porque debieron ser la vida.

    Y lo fueron tal vez, ya que el recuerdo
    las salva y les concede el privilegio de fundirse
    en una sola noche triunfal,
    inolvidable, en la que el mundo
    pareciera haber puesto
    sus llamativas galas tentadoras
    a los pies de nuestra altiva adolescencia.

    Larga noche gentil, noche de nieve,
    que la memoria te conserve como una gema cálida,
    con brillo de bengalas de verbena,
    en el cielo apagado en el que flotan
    los ángeles muertos, los deseos adolescentes.

    Canción de los temores

    Vas contigo y vas solo
    por el camino de nadie.

    (Y la sombra de ti que más temías).

    Hablas a solas contigo en tu pensar,
    pensando en nada:

    piensas en tu tiempo
    y dónde el tiempo aquel,
    y dónde tú,
    el que se piensa.

    (Y el recuerdo de ti que más temías).

    Si no puedes oírte en tu silencio,
    ¿qué podrán las palabras?

    Divagación acuática

    El agua que brota de noche del manantial
    no sabe que está dormida:
    va en su sueño a fundirse
    con otras aguas veloces
    que murmuran al fluir y a veces cantan
    y juntas fluyen y cantan y se unen
    en la corriente inquieta que sabe de antemano su camino,
    que no es otro que un dejarse llevar,
    como hacemos nosotros con la vida.

    El agua con sonido que discurre
    en una égloga renacentista
    se me confunde ahora en la memoria inestable
    con la lluvia otoñal que oí caer
    desde una ventana del hotel Locarno, en Roma,
    y que parecía el eco de una batalla de hace siglos,
    un choque de metales en el aire,
    un rápido morir.

    Fernando Pessoa, en cambio, habló de la lluvia muda
    de Lisboa, la lluvia silenciosa bajo la que anduve
    con un libro de Pessoa en el bolsillo.

    Un agua mansa
    que cubría la ciudad como un velo de novia.

    Oyes manar
    el caño de una fuente fría y oyes un relato
    que no te dice nada y dice todo,
    la frase pasajera que contiene un enigma,
    el verbo inexistente
    que define un estado de conciencia.

    Bajo la corriente presurosa de un río
    una voz presocrática avisa
    de la fugacidad anhelante que nos vincula al mundo.

    (Hesíodo, por su parte,
    supuso que todo aquel que cruza un río
    sin purificar sus faltas ni lavarse las manos
    será un aborrecido de los dioses,
    que le enviarán padecimientos).

    Oigo ahora llover y qué raro resulta
    este concierto acuático que podría ser un caos y es un método.
    Oigo ahora llover y soy la lluvia.
    La lluvia que nos reúne bajo su imperio de fugacidades.

    Porque somos el manantial
    de lo ilusorio, lo que emana de un adentro
    hacia dónde y para qué.

    Porque somos

    el niño sin apenas tiempo tras de sí
    al que envolvió una ola inesperada
    para arrojarlo luego, como a un náufrago, a la orilla.

    Somos los que desde entonces aguardan en la orilla,
    fundido ya el vivir con las mareas,
    dormido ya el afán de un infinito.

    Y el agua que nos trajo será la que nos lleve.

    Persistencia del olvido

    Recuerdo una ciudad como recuerdo un cuerpo.

    Caía ya la luz sobre las calles
    ya caía en tu cuerpo
    -en un hotel oscuro, o en no sé
    qué habitación sin muebles de no sé
    qué ciudad- la luz agonizante
    de velas encendidas.

    Un temblor
    de velas, o un temblor de árboles,
    en el otoño sucedía -no lo sé-
    en la ciudad que no recuerdo
    -ya esa desmemoriada sensación
    de haber estado allí, ignoro adónde,
    con alguien que no sé,
    quizás en la ciudad que siempre olvido.

    Tal vez era la lluvia: mi pasado
    ocupa un escenario de calles desoladas.
    Sin duda era la lluvia golpeando
    los cristales de un taki, con alguien a mi lado,
    con alguien que ha perdido
    sus rasgos con el tiempo.

    O era yo
    -no lo sé-, tal vez yo mismo
    reflejado en cristales mojados por la lluvia.
    Quizás era en verano, no recuerdo,
    y era otra ciudad la que ahora olvido.
    Una ciudad con bares junto al mar,
    donde tú nunca estabas.

    No sé bien
    qué ciudad era aquélla en que la luz
    tenía la apariencia de una flor abrasada,
    pero tus manos frías estaban en mis manos,
    tal vez en algún cine con palcos de oro viejo,
    en su caliente oscuridad.

    Una ciudad
    se vive como un cuerpo,
    se olvida como él.

    Posiblemente
    ahora evoco ciudades que existieron
    al lado de esos cuerpos que existieron
    en ciudades que existen tal vez en el olvido.
    Que deben existir, pero no sé.

    La conciencia

    La lluvia en esta noche de tinta derramada,
    sin rumbo en la tiniebla de tinta detenida.

    Luna del agua blanca vagando a contravida.
    Agua que mana en vilo camino de su nada.

    Noche nuestra de ser quienes siempre no fuimos.
    (Y en la casa de nadie un desierto de espejos).

    El pasado es ya algo que está cerca y muy lejos:
    el eterno retorno al lugar del que huimos.

    (Felipe Benítez Reyes nació en Rota, Cádiz, en 1960. Publicó “Paraíso manuscrito”, en 1982; “Los vanos mundos”, 1985; “Pruebas de autor” y “La mala compañía”, 1989; “Sombras particulares”, 1992; “Vidas improbables”, 1995; “El equipaje abierto”, 1996; “Escaparate de venenos”, 2000; “La misma luna”, 2007; “Las identidades”, 2012; “Ya la sombra”, 2018; “Los expedientes de la madrugada” y “La ocasión y el homenaje”, 2023. Es también novelista, ensayista, autor de relatos y traductor. Entre los numerosos reconocimientos que obtuvo figuran el Premio Loewe, el Internacional de Poesía Ciudad de Melilla; el Nacional de Poesía y el Iberoamericano Hermanos Machado).

Declarada de interés cultural (2014)

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